En una reciente entrada publicada en este blog, Xavier Labandeira nos hablaba de los nuevos desafíos vinculados a la imposición energética en un contexto económico cambiante que hace que los gobiernos se puedan replantear el papel, diseño y uso recaudatorio de la imposición energética. Así por ejemplo, centrándose en el caso español, Xavier defendía en una segunda entrada el importante margen de maniobra que tiene nuestro gobierno para aplicar nuevas figuras impositivas energéticas no solo con fines medioambientales o de eficiencia energética sino también con claros objetivos recaudatorios. Sin ninguna duda, las reformas fiscales de carácter energético están de plena actualidad.
Sin embargo, aunque las ventajas de este tipo de reformas parecen claras desde un punto de vista tanto económico como medioambiental, pueden existir barreras políticas a su aplicación ya que a menudo implican aceptar importantes sacrificios a corto plazo para obtener beneficios que muchas veces no empezarán a notarse hasta el medio o incluso el largo plazo. No debemos olvidar que desde el punto de vista de los decisores políticos, estos “sacrificios” de corto plazo pueden ser cruciales a la hora de decidir si la reforma se lleva a cabo o no. En este contexto, el debate sobre cómo debe ponerse en práctica una reforma de este tipo con el fin de evitar estos problemas, cobra un interés especial. El objetivo de esta entrada es recoger, a modo de reflexión, algunos de los argumentos sobre el papel que una aplicación más o menos gradual puede jugar en el éxito de la puesta en marcha de una reforma como la indicada.
En términos generales, el debate entre los defensores de reformas rápidas y radicales o reformas graduales se basa en la importancia que cada uno de estos grupos da a los costes asociados a la reforma, la factibilidad de su aplicación o incluso la credibilidad política del gobierno que se plantea ponerla en marcha. Así, los defensores de reformas profundas y rápidas argumentan que de esta manera los costes asociados a las mismas suelen ser menores ya que los recursos pueden reasignarse más rápidamente. Además, si la reforma propuesta es creíble, los agentes se ajustarán antes al nuevo escenario. De hecho, cuanto más creíble sea la reforma, más rápidamente debería de llevarse a cabo. Por su parte, los defensores de aplicaciones graduales argumentan que los costes de reasignar recursos suelen ser elevados y que, por tanto, reformas graduales hacen que éstos sean menores, lo que implicaría menores barreras a su puesta en práctica. Además, en un contexto de limitada credibilidad de nuestros gobiernos como el que vivimos, las reformas graduales contribuyen a que nos podamos ajustar poco a poco al nuevo escenario.
Esta es precisamente la motivación de un reciente documento de trabajo que puede descargarse en la sección de publicaciones de Economics for Energy, escrito en colaboración con Baltasar Manzano, en el que exploramos diversas reformas fiscales verdes. En este trabajo descubrimos que en varios de los escenarios analizados se puede justificar la implementación gradual de la reforma porque puede reducir de una manera importante los costes de corto plazo asociados y de esta manera contribuir al éxito de su aplicación.
Por tanto, a la hora de valorar si se debería de llevar a cabo o no una determinada reforma, los decisores políticos deben de tener en cuenta no solo los efectos totales esperados de la política sino también cómo los sacrificios iniciales asociados a las mismas pueden afectar a su viabilidad. Esta es precisamente la recomendación que hace el Institute for European Environmental Policy en un documento del 2009 sobre diseño de reformas fiscales verdes.
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