La crisis económica y sus complejas ramificaciones lo eclipsan todo. Por eso no es de extrañar que las conclusiones del informe de 2011 de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) sobre situación y prospectiva energética global, presentado hace unos días, hayan pasado relativamente desapercibidas a pesar de su carácter alarmante. Y no solo porque el economista jefe de este organismo de la OCDE, poco dado a visiones apocalípticas, declarase a la prensa internacional que el tiempo se acaba, que la ventana para conseguir limitar el aumento de la temperatura a 2ºC está a punto de ‘cerrarse para siempre’. También porque una lectura detallada del informe muestra un contexto repleto de amenazas y con baja capacidad de maniobra para nuestras sociedades, ciertamente peor que el descrito por la AIE hace un año. Aunque persisten algunas incertidumbres y las previsiones a largo plazo pueden equivocarse en muchas cosas, los datos manejados por la AIE apuntan a que nos internamos en una zona de alto riesgo. De hecho, los datos suministrados ayer por la Organización Meteorológica Mundial de la ONU van en esta misma dirección al señalar un importante incremento en las concentraciones atmosféricas de los principales gases de efecto invernadero durante 2010.
Ambos informes nos sitúan en una trayectoria de aumento de temperatura muy alejada de los objetivos de Cancún (2ºC). De hecho, las emisiones de dióxido de carbono (CO2), el principal gas de efecto invernadero, parecen ubicarnos en una trayectoria más próxima a incrementos de temperatura por encima de 4ºC y el margen de actuación se va haciendo cada vez más pequeño porque las tecnologías e infraestructuras que estamos instalando se asocian a un stock de emisiones altamente irreversible. Salvando las distancias, el fenómeno presenta semejanzas con el endeudamiento excesivo que tantos problemas está causando al sistema económico global, solo que en este caso las cargas para el futuro serán en forma de mayores impactos climáticos. Y teniendo en cuenta que los científicos consideran que los costes asociados a aumentos de temperatura por encima de 1.5ºC serán significativos, imaginar un mundo con subidas medias tan superiores es muy preocupante.
Lo anterior tiene que ver con el fuerte incremento de la población mundial y con el desplazamiento de la actividad económica hacia los países emergentes de Asia: de hecho durante 2010 aumentaron las emisiones globales de CO2 (en torno a un 5%, alcanzando un máximo histórico), a pesar de la crisis vivida en muchas economías avanzadas. La AIE considera que en el corto plazo esa mayor demanda energética, acompañada de una ralentización de inversiones en extracción y refino de petróleo, puede llevar a los elevados precios que caracterizaron los meses anteriores al estallido de la crisis (150 dólares/barril), lo que dificultaría la recuperación económica en las economías avanzadas.
Pero las malas noticias no cesan ahí. Durante el último año la eficiencia energética no solo no ha mejorado sino que ha evolucionado negativamente a nivel global. Además, el desastre de Fukushima limita todavía más el margen de maniobra, pues el menor papel futuro de la tecnología nuclear será parcialmente cubierto por un uso más intenso de alternativas basadas en recursos de origen fósil. Esto se debe a que las renovables, a pesar de ser tecnologías en claro ascenso, tienen dificultades tecnológicas y de costes para una sustitución rápida y amplia de otras opciones. La presión sobre las renovables sería además mucho mayor si, como muchos se temen, fallase o se retrasase la disponibilidad de una tecnología central para la AIE: la captura y almacenamiento del carbono emitido por la combustión de carbón, gas o petróleo.
Si la capacidad de maniobra global para la reducción de las emisiones precursoras del cambio climático es baja, a nivel europeo poco se puede hacer sin la colaboración de los nuevos grandes emisores (se estima que en menos de 25 años China nos superará en emisiones acumuladas de CO2 desde 1990). Pero nuestra hoja de ruta para combatir este contexto explosivo parece relativamente clara: más renovables y más eficiencia energética, sin descuidar la preparación para la adaptación al cambio climático a gran escala. ¿Cómo hacerlo en una situación tan compleja como la que vive Europa en la actualidad? Sin duda, gestionando los limitados recursos dedicados a estos fines de forma coste-eficiente, orientando nuestros esfuerzos para conseguir la mayor efectividad global a mínimo coste. Esto significará favorecer determinadas tecnologías y políticas sobre otras.
Siendo todo lo anterior válido para España, un entorno como el descrito probablemente justifica aquí un aumento de la presión fiscal sobre los productos energéticos, relativamente alejada hoy de los niveles medios europeos. Una actuación local que contribuiría a afrontar los problemas globales reseñados en el informe de la IAE: mejorando la eficiencia energética, restringiendo consumos y limitando así las emisiones contaminantes y la exportación de rentas. A la vez, un esquema de esta naturaleza podría suministrar recursos para la financiación de políticas de promoción de renovables y de ahorro energético, para la creación de infraestructuras de adaptación al cambio climático, e incluso para contribuir a la tan necesaria consolidación fiscal.
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