Hace unas pocas semanas se celebró en Montevideo el 4º Congreso de la Asociación Latinoamericana de Economía de la Energía (ALADEE), una filial de la IAEE para los territorios de habla hispano-portuguesa en América. En el congreso participamos, desde Economics for Energy, Alberto Gago y yo con dos papers que fueron presentados en la primera sesión paralela. De entre las presentaciones al pleno me gustó especialmente la de David Newberry sobre lecciones de las políticas climáticas europeas, pero ya hablaré de ella en otro post.
Alberto, en un trabajo firmado con varios colegas del área de Economía Pública de la Universidade de Vigo, entre los que me encuentro, se ocupó de ilustrar las tendencias de la tributación energético-ambiental y el papel de las reformas fiscales verdes. Hemos hablado muchas veces de este tema en el blog (por ejemplo, aquí), tanto para el mundo desarrollado como para los países en desarrollo. Alberto contó la abundante experiencia, teórica y aplicada, en este campo y apuntó las posibilidades que se abren con estos instrumentos en la realidad latinoamericana. Por mi parte presenté los resultados de nuestra encuesta sobre valoración y actitudes respecto a políticas climáticas en España, que también hemos comentado con anterioridad en el blog. Mi intervención se centró en la disponibilidad a pagar por carburantes con bajas emisiones de gases de efecto invernadero, dada la relevancia de esta opción en América Latina, a partir del documento de trabajo recientemente publicado en Economics for Energy.
En general nos encontramos con bastante receptividad e interés hacia nuestros trabajos de investigación que, no obstante, chocan con un uso generalizado y en ocasiones muy intenso de subvenciones a los productos energéticos en muchos países latinoamericanos. De hecho, podéis observar cómo muchas presentaciones de este congreso se refirieron al diseño y efectos de estas subvenciones. No me cansé de repetir, en varias de esas intervenciones, los muchos aspectos negativos de las subvenciones energéticas. Desde un punto de vista meramente económico suponen un desperdicio de recursos energéticos y por ello tienen un coste de oportunidad para los países productores de energía (o un coste a secas, en otros casos). También exacerban los problemas ambientales asociados a buena parte de la producción y demanda de energía, como la recurrente contaminación local en muchas ciudades latinoamericanas o la emisión de gases de efecto invernadero. Además, las subvenciones implican el uso de recursos públicos (generalmente bastante escasos en las economías latinoamericanas) que no se pueden utilizar para financiar servicios básicos como educación o sanidad. Por último, el efecto distributivo de estas subvenciones es muy dudoso: nuestros resultados preliminares para México, donde hay importantes subvenciones públicas a la electricidad y las gasolinas, apuntan a que las clases más pudientes se benefician en buena medida de esquemas que pretendían justamente lo contrario (proteger a los más pobres).
En realidad, no estoy descubriendo nada nuevo. Hace un par de meses, un informe del FMI subrayó la necesidad de una reforma de unos subsidios energéticos que suponen el 2.5% del PIB global. Según el FMI una eliminación de los subsidios permitiría el crecimiento a largo plazo, gracias a una mejor asignación de los recursos, y una reducción de las emisiones globales de CO2 en un 15%. Además, en un post reciente del muy interesante blog Energy Exchange, promovido por el Energy Institute at Haas de UC Berkeley, Catherine Wolfram defiende la supresión de las subvenciones energéticas como un instrumento fundamental para aumentar la eficiencia energética de las economías en desarrollo y emergentes. El post ilustra gráficamente la clara relación entre el precio de gasolinas y diésel de automoción y los consumos de estos productos y apunta a que mientras no se reduzcan las subvenciones energéticas será inútil transferir al mundo en desarrollo instrumentos más sofisticados para la eficiencia energética. Siendo esto verdad, no debemos olvidar que los países desarrollados también tienen abundantes subvenciones energéticas, por lo que también deben aplicarse el cuento. En España, por ejemplo, son bien conocidas las subvenciones al carbón nacional, que hicieron aumentar las emisiones de CO2 en plena crisis económica. En EE.UU, según el FMI, durante 2011 las subvenciones energéticas supusieron medio billón de US$.
Por supuesto, no hay que ser ingenuos sobre las posibilidades reales de una supresión rápida y total de las subvenciones energéticas. Catherine Wolfram cita como ejemplo en su blog los recientes disturbios de Indonesia ante una reducción de este tipo de ayudas, que también han sido recurrentes en muchos otros países (Irán, norte de África…). Pero quizá hay que considerar algo menos obvio: las limitaciones existentes en muchos países en desarrollo para realizar políticas distributivas, o de alivio a los sectores más desfavorecidos de la población, a través de instrumentos presupuestarios que son completamente habituales y asequibles en el mundo desarrollado. Todo lo anterior sugiere una transición suave y relativamente larga hacia un mundo sin subvenciones energéticas.
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