La creación de tributos propios por parte de las Comunidades Autónomas está regulada por la LOFCA, que establece importantes limitaciones para su introducción, incluyendo la prohibición tanto de utilizar hechos imponibles gravados por el Estado o los tributos locales como de establecer obstáculos a la libre movilidad de bienes y factores productivos en el territorio español. La creación tardía de las Comunidades Autónomas hizo que la mayor parte de los hechos imponibles ya estuviesen en manos de otras administraciones, por lo que estas optaron por introducir impuestos de naturaleza principalmente extra-fiscal (impuestos cuyo principal objetivo es actuar como instrumento de regulación económica, no generar recursos financieros) y mayoritariamente relacionados con aspectos ambientales.
Los primeros tributos relacionados con el medio ambiente que crearon las Comunidades Autónomas fueron los relacionados con las emisiones de residuos líquidos, que siguen siendo los más importantes en términos recaudatorios. A continuación se desarrollan los impuestos sobre instalaciones con incidencia ambiental, sobre emisiones contaminantes de origen energético, los impuestos sobre productos y procesos energéticos, sobre residuos sólidos y, en los últimos años, los impuestos sobre instalaciones eólicas y los embalses de agua.
Los impuestos ambientales tienen como finalidad generar cambios de comportamiento en los agentes, de manera que se reduzca el daño ambiental que provocan, y con independencia del destino que se le de a la recaudación obtenida con los mismos. Sin embargo, en general, los impuestos que han ido introduciendo las Comunidades Autónomas, a pesar de su pretendido carácter ambiental, en la práctica son figuras puramente recaudatorias con escasos efectos ambientales, como bien explican Pedro Linares y Clemente Álvarez.
En este contexto, el martes de la semana pasada las cortes de Castilla y León aprobaron la introducción del Impuesto sobre la afección medioambiental causada por determinados aprovechamientos del agua embalsada, por los parques eólicos y por las instalaciones de transporte de energía eléctrica de alta tensión.
Este impuesto tiene como finalidad gravar anualmente los efectos medioambientales negativos provocados por el uso o aprovechamiento del agua embalsada para la producción de electricidad, así como las afecciones e impactos visuales y ambientales causadas por los parques eólicos y los elementos fijos de suministro de electricidad en alta tensión. La base sobre la que se aplica el impuesto, en el caso de las centrales hidroeléctricas, tiene en cuenta tanto la capacidad del embalse como la altura de la presa, mientras que para los parques eólicos es el número de aerogeneradores y para los elementos fijos de suministro es el número de kilómetros de tendido eléctrico.
Sobre la base imponible se aplica un tipo impositivo fijo, excepto en el caso de los parques eólicos, en los que el tipo impositivo tiene cuatro tramos crecientes con la potencia del aerogenerador. La recaudación obtenida con el impuesto se destinará a financiar programas de gasto de carácter medioambiental, excepto la recaudación procedente de los parques eólicos, que se utilizará para financiar programas de gasto relacionados con la eficiencia energética industrial.
Vemos que, en el caso de las centrales hidroeléctricas, se grava en función de la capacidad del embalse y la altura de la presa, pero como los grandes embalses ya están construidos, no existe ningún incentivo a modificar el comportamiento ambiental de los agentes. Además, solo se gravan los embalses destinados a producir electricidad, pero no los demás, a pesar de que su impacto medioambiental es similar, por lo que parece que más bien estamos ante un tributo que únicamente pretende captar las rentas del recurso natural, si bien ni su diseño es el adecuado para esta finalidad ni la ley del impuesto dice que su objetivo sea este.
En el caso de los parques eólicos, el impuesto, a pesar de que tiene un mecanismo corrector, induce a los agentes a instalar un menor número de aerogeneradores de gran tamaño en cada parque, por lo que no está claro que se reduzca el impacto ambiental, ya que los aerogeneradores serán visibles desde una mayor distancia y requerirán unos cimientos más profundos. Además, no se tiene en cuenta el emplazamiento del parque eólico, fundamental a la hora de determinar el daño ambiental. Finalmente, en el caso de las redes de alta tensión, el impuesto tampoco tendrá ningún efecto ambiental sobre las redes existentes ni sobre las futuras, que se construirán en función de su necesidad (hay que recordar que el transporte de electricidad es un monopolio natural regulado por el estado), aunque a un coste mayor.
Por tanto vemos que, al igual que sucede en otras Comunidades Autónomas, el carácter medioambiental de este impuesto es bastante discutible.
En varios trabajos recientes, y en la jornada que organizó el año pasado Economics for Energy, nos ocupamos de describir y valorar los principales impuestos ambientales subcentrales que existen en España. Y la conclusión general es que, aunque los impuestos ambientales son un instrumento prometedor y efectivo, el enfoque y el diseño de muchas de las figuras aplicadas por las CC.AA en el ámbito energético-ambiental son inadecuados. Hay por tanto un claro margen de mejora, que esperamos desarrollar en un próximo policy brief de Economics for Energy.
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