Hace unos días participé en unas jornadas en las que presenté el estudio del año pasado de Economics for Energy sobre eficiencia energética, esta vez orientado a la reducción de emisiones de CO2. Uno de los temas en los que puse más énfasis que otras veces, animado también por la reciente aprobación de la Directiva Europea de Eficiencia Energética (sobre la que también tuvimos una mesa redonda en el reciente congreso anual de la AEEE), es en la necesidad de utilizar distintos instrumentos para promover la eficiencia energética.
Efectivamente, igual que no deberíamos hablar de “renovables” en general, ni usar el mismo instrumento para promover las distintas tecnologías, tampoco tiene ningún sentido que sólo planteemos un instrumento, como las obligaciones a los suministradores, para conseguir ser más eficientes.
En primer lugar, porque el “gap” de eficiencia energética no se debe a un único fallo de mercado o barrera, sino a varios de ellos. Por eso, la regla de Tinbergen, bien aplicada, supone que debamos utilizar distintos instrumentos para solucionar los distintos fallos.
Si la barrera viene de la falta de alineamiento de incentivos (como en el problema principal-agente, o en el caso de las utilities, cuyo incentivo es a vender más energía), entonces lo que hace falta es modificar el marco institucional (la regulación del sector eléctrico es muy importante en este sentido, porque a veces desincentiva la eficiencia), las reglas del juego, para poder alinear los incentivos; los estándares (o mejor aún, las cuotas negociables) tienen también un claro papel que jugar. Pero si el problema es la falta de información por parte del cliente, entonces los estándares a los suministradores arreglan poco, hará falta una política informativa, como los certificados energéticos, o unos impuestos que hagan más evidente al consumidor la señal de inversión en eficiencia (o una combinación de ambos, como proponen Alberto, Michael, Xavier y Ana). En cualquier caso, lo que parece cuestionable es el recurso habitual a los subsidios cuando la inversión en eficiencia es rentable.
En segundo lugar, porque las obligaciones a suministradores tienen muchos problemas, especialmente en mercados liberalizados. El problema principal es cómo se mide la eventual reducción de consumo, porque la obligación hay que ponérsela a los comercializadores (no a los distribuidores, que no venden la energía), y los comercializadores pueden cambiar su cartera de clientes. Esto hace que, al final, los ahorros se midan como “deemed savings”, ahorros estimados, que no tienen en cuenta ni el efecto rebote, ni el efecto polizón, y por tanto pueden sobreestimarse y además resultar no eficientes.
De hecho, un sistema en el cual el ahorro se mide en función de las instalaciones y no del ahorro en sí mismo acaba convirtiéndose de nuevo en un sistema clientelista, sobre todo si se ayuda de subvenciones. Es preocupante en este sentido ver cómo muchos están viendo y planteando la Directiva no como una oportunidad para ahorrar energía, sino exclusivamente como una oportunidad de negocio (esto no es malo en sí mismo, pero sí si es la única motivación).
Por eso hay que ver con optimismo lo que dice la directiva de que se pueden utilizar otros instrumentos para lograr la misma reducción (aunque sólo permite hacerlo en una parte).
Finalmente, y relacionado con el papel del gobierno en todo esto: el gobierno español se opuso a la directiva de eficiencia básicamente por los altos costes (principalmente administrativos) que puede conllevar. Entiendo que lo que más le tiraba para atrás era uno de los puntos que se señalan habitualmente como principales de esta directiva es la obligación de rehabilitar edificios públicos.
Yo creo que es importante darle la vuelta a este argumento: primero, el que haya que rehabilitar edificios públicos no quiere decir que el Estado deba gastarse el dinero; hay muchos inversores deseando poner dinero en eficiencia energética. Lo importante, y esto me lleva a mi segundo punto, es que el Gobierno establezca un marco seguro para los inversores en eficiencia, asegurando los retornos de las inversiones, haciendo que los precios de la energía sean los reales, o, como decía más arriba alineando incentivos o eliminando barreras artificiales que desincentivan el ahorro. Si esto se hace bien, entonces el propio Estado será uno de los más beneficiados, al no tener que adelantar dinero, y además beneficiarse de ahorros en energía.
Para terminar con una nota de color, y relacionado con lo de eliminar barreras al ahorro, es muy interesante un artículo de la Directiva en el que se dice textualmente que las tarifas de red deben reflejar fielmente los costes y los ahorros. ¿Es esta la situación en España, o no está tan claro? ¿Es el momento de pasar a un sistema de precios nodales para reflejar las pérdidas en las tarifas?
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