Esta es una versión ampliada del artículo de opinión que escribimos Xavier y yo el sábado pasado en El País.
Una vez más, llega la reunión anual de Naciones Unidas sobre cambio climático, y como en anteriores ocasiones, muchos tratamos de aventurar posibles resultados de la cumbre. Sobre todo, la gran pregunta es: ¿habrá al fin continuador del Protocolo de Kyoto?, es decir, ¿habrá finalmente un acuerdo vinculante para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel global?
El caso es que, si se leen informes como el reciente World Energy Outlook de la Agencia Internacional de la Energía, la sensación es de absoluta urgencia para lograr este acuerdo: la ventana de tiempo para comenzar a cambiar significativamente nuestro sistema energético antes de que el carbono acumulado en la atmósfera nos cambie el clima sin remedio empieza a cerrarse. Por tanto, no parece razonable que se siga dilatando la cuestión.
Más aún porque, siendo el cambio climático el perfecto ejemplo de externalidad planetaria, la manera más eficiente, en teoría, de resolverlo, es mediante un acuerdo global que impida el free-riding (que unos reduzcan y otros se aprovechen y no lo hagan). Y no sólo eso: el acuerdo global, idealmente, debería incluir el concepto de equimarginalidad, que el coste marginal de reducir sea el mismo en todos sitios, para que el coste total de la reducción sea mínimo.
Y sin embargo, no somos muy optimistas en cuanto a que realmente se alcance este acuerdo, o mejor dicho, a que, al menos por ahora, se logre en el marco de Naciones Unidas. Hay dos razones. La primera es que, realmente, la reducción de las emisiones no es una cuestión global (aunque sus efectos sí lo sean). El 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero se deben a sólo 10 países. Si ampliamos hasta el G-20, ya tenemos cubierto un porcentaje aún mayor. Por tanto, ¿para qué complicar una negociación a 20 metiendo muchos más países sin mucha fuerza política y nula contribución al problema, pero sí capacidad de entorpecer el proceso? Siendo realistas, el que haya 160 países que sufran los efectos del cambio climático pidiendo a los otros 20 que reduzcan no va a animarles a hacerlo sólo porque estén sentados juntos en un mismo salón. En cambio, una amenaza de sanciones comerciales sí puede ser muy efectiva: Teniendo en cuenta que las políticas de reducción de GHG tienen incidencia sobre la competitividad industrial (esto se puede discutir, pero así es como lo ven muchos políticos), puede parecer más razonable negociarlas entre países realmente competidores (como Europa, EEUU, China, o Brasil).
La segunda razón es que, según la lógica de las negociaciones internacionales, uno sólo se embarca en un compromiso de este tipo si cree factible conseguirlo (de ahí el éxito de Montreal sobre la capa de ozono). Y eso supone que los posibles acuerdos serían por fuerza muy ligeritos (tipo Kyoto), como ya nos avanzaba el Nobel Tom Schelling hace más de 20 años. En cambio, un acuerdo no vinculante puede animar a los países a tratar de reducir más, sabiendo que si se equivocan no tendrán que pagar por ello (claro, también pueden brindar al sol, sin ningún convencimiento).
Por tanto, seguramente sería más interesante redirigir el objetivo de estas cumbres hacia donde realmente todos los países tienen realmente un papel que jugar: la creación de un marco institucional sólido que gestione la financiación de la adaptación, la transferencia tecnológica, la verificación de reducciones, o cuando llegue el momento (que tardará), ese deseado acuerdo de reducción. Por tanto, no es que estas cumbres no sirvan para nada: es que sirven para algunas cosas, pero no para otras. Y si el escaso tiempo de los negociadores se pierde en tratar de lograr un acuerdo de reducción, no se dedicará a estas cuestiones que pueden ser, a largo plazo, mucho más importantes.
De hecho, algunos incluso dicen que la insistencia en lograr un acuerdo vinculante de reducción de emisiones puede dinamitar esta cumbre, lo que evidentemente sería una lástima, ya que, como acabamos de decir, sí tienen un papel que jugar.
Otra cuestión es si la falta de acuerdo global rápido nos llevará a un desastre. Y ahí la respuesta es que, posiblemente, no tanto como parecería. Aunque no haya acuerdo global, todas las grandes economías están haciendo esfuerzos para reducir sus emisiones (incluso EEUU, aunque sea a nivel estatal), cada vez hay más señales de precio para reducir emisiones, y por tanto, la falta de acuerdo global no está impidiendo avanzar en la reducción. Incluso algunos como George Soros defienden que esta vía descentralizada puede ser mucho más efectiva, e incluso más barata, que un acuerdo global.
En un argumento interesante del año pasado, Soros viene a decir que un mercado global puede crear más rentas extraordinarias, y por tanto ser menos eficiente. Yo esto no lo veo: un mercado más amplio debería ofrecer más alternativas de reducción a mejor precio.
En cualquier caso, y dada la urgencia de la que hablábamos antes, y lo difícil de este gran pacto, quizá fuera más sensato dejar de marear la perdiz (o, visto de otra forma, de esconder nuestras responsabilidades nacionales/individuales), y concentrar nuestros esfuerzos de mitigación a nivel nacional o regional en lugar de confiarnos a que nos venga impuesto desde Naciones Unidas (y así tener una excusa fácil si no llega).
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