Con las elecciones estadounidenses a la vuelta de la esquina, cada vez son más los debates que están surgiendo. Entre ellos, la política energética es uno de los temas que mayor protagonismo está teniendo. En los últimos meses, uno de los asuntos que más ha aparecido, y que más me ha llamado la atención, es la posibilidad de que Estados Unidos reduzca la dependencia energética exterior prácticamente a cero. Me parece un tema interesante, ya que no me parece obvio los beneficios que dicha política puede acarrear y por ello me gustaría comentar las distintas visiones que existen sobre el tema.
En primer lugar, hay que aclarar a qué nos referimos con independencia energética. Como explica Blake Clayton, es difícil pensar que Estados Unidos, aunque se convierta en un exportador neto de energía, pueda permanecer aislado del exterior. Es decir, puede que Estados Unidos consiga producir más energía de la que consume, pero eso no va a impedir que se vea afectado por los mercados globales. Por tanto, cuando nos referimos a independencia energética, no es tanto una “autarquía energética”, sino una capacidad de autoabastecimiento con los recursos propios.
La independencia energética estadounidense se produciría gracias al aumento de la producción de petróleo y gas natural (y no por la caída en el consumo energético o mayor peso de las renovables). Sin embargo, no se espera que el aumento en la producción presione los precios de los combustibles fósiles a la baja. Es verdad que podría moderar el alza del precio, pero todo hace indicar que el mayor consumo de los países emergentes va a seguir siendo el principal factor que determine los precios energéticos en el futuro próximo. Además, el aumento de la producción se está dando gracias a la explotación de nuevos yacimientos, cuya accesibilidad es más difícil y requiere de tecnología más avanzada, por lo que su coste también es mayor.
Por otro lado, como ya hemos explicado en este blog más de una vez, la seguridad energética no es tanto un problema del nivel de precios, sino de cambios bruscos en los mismos, es decir, de la volatilidad del precio de la energía. Aunque Estados Unidos se convierta en exportador neto de petróleo y gas natural, seguirá siendo “dependiente” de los mercados globales. Los acontecimientos en el exterior, como las revueltas en los países árabes, seguirán afectando a los precios internos. Es verdad que ante un aumento brusco del precio del petróleo, las rentas generadas se quedarían dentro de Estados Unidos, aumentando su PIB, sin embargo, los consumidores seguirán sufriendo la inseguridad y la incertidumbre de los precios energéticos.
Por último, los efectos sobre la lucha contra el cambio climático serán claramente negativos. La apuesta para reducir la dependencia energética es aumentar la producción de gas natural y petróleo, es decir, combustibles fósiles cuyas emisiones son la principal causa del calentamiento global. Más allá de las consecuencias directas que causarían, esta política energética mandaría un mensaje al resto del mundo de que el futuro energético seguirá basándose en los combustibles fósiles.
Como conclusión, y tomando como referencia los tres pilares de la política energética (competitividad, seguridad y sostenibilidad), la independencia energética que persigue Estados Unidos no es muy prometedora. Aunque la economía se beneficie de las rentas generadas de la extracción de gas natural y petróleo, los consumidores seguirán teniendo una volatilidad y un nivel de precios energéticos parecidos, mientras que los efectos sobre el cambio climático pueden ser muy perjudiciales.
Podéis encontrar un buen artículo sobre este tema de Michael A. Levi, aquí.
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